Siempre he sido miembro de la iglesia, sin embargo, durante mucho tiempo asistí más por tradición que por fe.

Para mi Jesús era algo académico, como un concepto, un personaje destacado de la historia que logró inspirar a muchos con sus habilidades retóricas, cuya popularidad incomodó a los políticos poderosos de aquellos tiempos los cuales le propiciaron una muerte espantosa.

A pesar de que encontraba orientación en las palabras de Jesús, mi fe era artificial. Dentro de mí había una arrogancia que no me permitía creer que había un Dios que excede por mucho la mente humana, me era inconcebible aceptar que el hombre no se hizo solo. Constantemente atacaba a Dios con la ciencia, tratando de provocarle algún rasguño. A cambio sólo obtenía más preguntas que respuestas, quedando sumamente insatisfecho.

Aquel vicio se convirtió en un veneno que se daba a la tarea de cerrar mi corazón. En mi habitaba una profunda tristeza. Era muy soberbio, como si fuera la única persona en la iglesia con las agallas suficientes para poner a la ciencia y a Dios en el mismo sartén. Tenía un miedo voraz a la idea de que somos producto de un montón de coincidencias ordenadas y no de la voluntad de Dios. Definitivamente, no era feliz.

Sin embargo, me encantaba formar parte de los grupos parroquiales. Ciertamente no podía ver a la iglesia como la casa de Dios, pero sí como una organización con jóvenes alegres que hacían el bien sin mirar aquien, lo cual me conmovía y me invitaba a cooperar de esta causa noble. Es un poco extraño. Estaba peleado con Dios pero en buenos términos con la iglesia, cuando usualmente es al revés el asunto.

Paulatinamente me fui contagiando de la alegría de mis compañeros, la cual me hacía sanar poco a poco. La cálida comunidad de Formación Domingos fue muy paciente conmigo y, aunque ellos no sabían cómo estaban siendo utilizados por Dios, estaban colaborando juntos para mi conversión.

Eventualmente ocurrió lo inevitable, Dios me encontró y con él llevaba el antídoto más efectivo: el amor.

Sin darme cuenta me encontraba sintiendo un no sé qué, en no sé dónde, pero que era una fuente permanente de paz. Era amor por mis compañeros, por mi familia, por mis alrededores, y por último y más importante, por Dios.

Todo esto ocurrió entre risas, juegos, organizar despensas, resbalones, la combinación de las cosas más simples ocasionó en mí un profundo amor por la vida.

Cuando empecé a amar mis vicios se fueron desvaneciendo, el amor me hizo una mejor versión de mi mismo y, a pesar de que estoy lejos de ser buena persona, estoy más cerca de Jesús.

A veces hacemos de la paz un proceso demasiado complejo, queremos satisfacer incógnitas que van más allá de nuestra compresión, como fue mi caso. Queremos fundar empresas, tener calificaciones perfectas en todas nuestras materias, tener pareja, en fin, olvidamos cómo ser sencillos.

Con la sencillez, obtienes la capacidad de maravillarte al ver cómo una plantita desafía el pavimento y crece entre sus arrugas. Con la sencillez, la sonrisa de cualquier persona es motivación suficiente para llevar a cabo el resto del día con más energías. Cuando eres sencillo recuerdas amar también las cosas más pequeñas, la sencillez intensifica el amor a niveles sin precedentes.

Lo único que tuve que exigirme a mí mismo fue la asistencia. Muchas personas cometemos la equivocación de creernos acreedoras de un milagro fulminante cuando nos encontramos perturbados, como si fuera obligación del Señor intervenir esplendorosamente a nuestras angustias. Como si poner un pie dentro de la capilla cuando estamos agobiados fuese un intercambio suficiente por la piedad inmediata de Dios. Si tuviera que aconsejar a un hermano en una situación similar a la mía, le invitaría estrechamente a hacerse presente. Sólo tienes que ir a los servicios para sanar, sólo tienes que llegar temprano. Tienes que exponerte a la vida en comunidad con persistencia. Si Dios actúa por medio de sus servidores ¿Cómo es que nos encontrará si faltamos a comunidad? ¡No lo dejemos sin medios para llegar a nosotros!

Quisiera extenderte una invitación a que busques la sencillez, es hora de volver a maravillarnos por las cosas menos complejas, es la clase de terapia que necesita el mundo en el que vivimos. ¡Ama y ya!

“La salvación solo viene de lo pequeño, de la simplicidad de las cosas de Dios” – Papa Francisco

Por Antonio Rodarte, integrante del grupo Doctrina Social de la Iglesia.