Ángeles Parra

“Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres.” Mateo 5, 13.

Servir en Nuestra Señora de la Paz es una bendición para todo aquel que es tocado por el testimonio de una parroquia conformada por cientos de jóvenes, una parroquia en la que aún se perciben los frutos de un párroco que, como San Bosco, creyó en la juventud. La acción de Dios y su presencia se perciben en la comunidad, en la alegría, en la inocencia, en el juego y en el esfuerzo de tanta gente buscando llevar a Dios a todo aquel dispuesto  escuchar.

Algunos de estos jóvenes llegan a la parroquia porque quieren confirmarse, otros han estado desde TIC: la variación de situaciones es infinita. Para todo aquel que una vez terminada su confirmación decida continuar sirviendo con el deseo de algún día ser coordinador llega siempre el mismo dilema: ¿a qué grupo entrar? El catálogo a su disposición está bastante surtido.

Pero hoy quisiera hacer un énfasis en algo más importante y decisivo que escoger un grupo parroquial al cual integrarse: ¿por qué quiero ser coordinador o coordinadora? ¿por qué Dios me está llamando a esto? La respuesta es muy sencilla: Dios no te está llamando a eso; Dios te está llamando a la Evangelización.

Pero, ¿no es lo mismo ser coordinador y evangelizador? Definitivamente no. Para ser evangelizador no es necesario ser coordinador pero para ser coordinador sí es imprescindible sentir el deseo de evangelizar.

Al igual que San Pablo, tú tuviste un encuentro que te hizo querer cambiar tu vida, en algún punto del camino, Dios contempló tus ojos y te hizo suyo: Dios se tomó el tiempo de enamorarte a ti, con todos tus defectos, a pesar de todos tus pecados. Dios te ha escogido y no quiere dejarte ir; de ahí nace el impulso que sientes de que todos conozcan a Dios y se dejen transformar por Él.

Es fácil confundir este deseo con querer ser coordinadores: creemos que responder a Dios se trata de entrar a un grupo en la parroquia, ir todos los fines de semana a comunidad, a servicios, a curso; nos gusta la atención que implica ser coordinador, nos gusta todos los amigos que hacemos en la parroquia, nos gusta que la gente piense que somos buenos porque somos personas de Dios, pero ¿realmente somos personas de Dios? Tú, catecúmeno, formando, coordinador o próximo coordinador, ¿quieres evangelizar o hacerte notar?

Nuestra parroquia, nuestra comunidad, seguido enfrenta el reto de ser tachada como una moda: cientos de jóvenes llegan y cientos de ellos se van casi igual que como llegaron. ¿Qué podemos hacer al respecto? ¿cómo lograremos que las nuevas generaciones crean que hay un Dios dispuesto a cambiar nuestras vidas y a llenarlas de amor si se lo permitimos? Antes de darnos de golpes en el pecho me dirijo a ti y te pregunto: ¿crees tú en ese Dios? ¿permites que ese Dios actúe en tu vida?

El problema no son los jóvenes de las nuevas generaciones, el problema somos nosotros, los de generaciones previas, que aún después de tanto tiempo “siguiendo a Dios” no estamos dispuestos a cambiar. El problema eres tú y soy yo porque pensamos que la clave de la fe está en hablar durante 40 minutos de una vida con Dios que aún no nos atrevemos a vivir completamente. El problema somos todos aquellos que actuamos como dobles agentes, que en la parroquia somos hijos de Dios y en la escuela, en el trabajo, en la casa, en la calle, con nuestros otros amigos, nos transformamos en hijos del mundo.

El problema eres tú y soy yo porque nos da miedo cambiar, porque nos da miedo llegar a la santidad, porque no somos lo suficientemente humildes para ser obedientes, porque seguimos aferrados a nuestros malos hábitos, a esos pecados que sabemos nos destruyen, que sabemos lastiman a Dios, pero que también lastiman a aquellos que quieren creer y no pueden porque nosotros tenemos miedo de reflejar a Dios. El problema somos todos aquellos que a la hora de tener fe somos cobardes.

A ti, que lees esto, te digo: tu misión, tu llamado, lo verás realizado en cada uno de los rostros que te rodean y en cuyos ojos puedas ver la semilla de la fe sembrada con tu buen testimonio.  Si dejamos que el Espíritu Santo guie nuestros pasos por el sendero de Dios el mundo creerá junto con nosotros, pero esto no ocurrirá hasta que nos esforcemos en enmendar nuestros pasos. Esforcémonos en ser como Jesús, humildes y obedientes, seamos sal de tierra, luz del mundo, para que el Reino de Dios se haga presente en todos lados. Dejemos de asesinar la fe, la virtud, la esperanza y el arrepentimiento, de aquellos que buscan a Dios; mejor trabajemos juntos por un mundo en el que Dios utilice nuestras manos para dar vida y paz a todo aquel que se cruce con nosotros.

“Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos.” Mateo 5, 14, 16.