Carlo M. Martini SJ
«Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: ‘La paz con vosotros’. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: ‘La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío’. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»‘ (Jn 20, 9‐23).
«Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18, 18).
- Yo quisiera subrayar que los dos textos contienen una palabra semejante: «A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados»; «Todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo». ¿Qué deducimos de allí? Que la Iglesia, los apóstoles y sus sucesores tienen el poder que tiene Jesús de perdonar los pecados. Jesús, en efecto, aplica a los apóstoles las palabras por él pronunciadas en diferentes ocasiones de su vida. Por ejemplo, delante del paralítico: «Hombre, tus pecados te quedan perdonados» (Lc 5, 20); o bien delante de la pecadora en casa de Simón el fariseo: «Tus pecados quedan perdonados» (Lc 7, 48); o delante de la adúltera: “Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, ll); y al ladrón en la cruz: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).
- En el trozo de Juan, Jesús invita dos veces a la paz: («¡La paz con vosotros!»), y entre una invitación y otra el evangelista anota que «los discípulos se alegraron». Por consiguiente, es una atmósfera de alegría y de paz donde Jesús confiere a la Iglesia el poder extraordinario de perdonar los pecados, poder que es fruto de la resurrección, que es don del Resucitado. Exactamente como reza la oración que he recordado anteriormente: «Dios. Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo, por la muerte y resurrección de su Hijo». Es un poder de paz, de alegría, de reconciliación, de serenidad, de confianza, que es conferido a la Iglesia.
Para comprender mejor el sacramento de la reconciliación
Tres son las tesis que nos pueden ayudar a comprender mejor el sacramento de la reconciliación.
El pecado, la culpa, la transgresión. no es solamente un problema individual entre Dios y mi persona. sino que atañe al cuerpo de Jesús que es la Iglesia. Si así no fuera, Jesús no habría entregado el perdón a la Iglesia. El pecado, en efecto, hiere a Dios y a la Iglesia; por eso, Dios lo sana a través de la Iglesia («Dios Padre te conceda por el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz»)
El sentido de culpa, la angustia y la depresión moral deben superarse con la ayuda de la Iglesia. No digo «solamente», porque pueden existir formas de angustia o depresión que requieren la intervención del médico; en general, sin embargo, estas realidades tan negativas y pesadas, cuando tocan la culpa o el miedo de la culpa o el remordimiento, se han de superar también con la ayuda de la Iglesia. Es ciertamente ilógico rehusar esa ayuda, no querer dejarse ayudar, querer permanecer en la propia tristeza
La confesión debe realizarse de tal modo que me devuelva la paz y la alegría. Es la consecuencia de las primeras dos tesis. Si el pecado atañe también a la Iglesia y es perdonado y superado mediante la Iglesia significa que la confesión debe realizarse de tal modo que me ayude realmente a superar la angustia y a devolverme la paz y la serenidad. Si abandonamos la confesión, es porque no sabemos saborear esta paz y esta alegría: vivimos el sacramento como un peso inútil y fastidioso, ignorando su aspecto de consuelo y de fortalecimiento. ¿Me comunican paz mis confesiones? ¿Busco en ella la alegría?
Desarrollar la confesión en tres momentos
Entre las consecuencias prácticas que podemos obtener de las reflexiones anteriores, subrayo una: debo situar mi confesión en un clima de serenidad y de paz.
Me permito entonces ofrecer una sugerencia que ha sido muy útil a muchas personas. De esta sugerencia, ya he hablado en muchas tandas de ejercicios espirituales. Se trata de «prolongar» la confesión desarrollándola en tres momentos, que denomino respectivamente: confesión de alabanza,
confesión de vida, confesión de fe.
a) Confesión de alabanza. Deberíamos comenzar la confesión respondiendo a la pregunta: ¿De qué debo dar gracias al Señor? ¿Qué cosa buena encuentro en mi vida, realizada por Dios en mí? ¿De qué cosa puedo estar agradecido para con él? En el trasfondo de esta gratitud resalta, en efecto, mucho mejor por una parte mi infidelidad y por otra el clima de serenidad en el cual me coloco para confesarme. Es fácil para cada uno encontrar un evento, una circunstancia concreta por los cuales se ha de dar gracias al Señor.
b) Confesión de vida. Después del primer acto de la confesión de alabanza (que se puede especificar: quiero alabar al Señor por eso o por aquello…), nos preguntamos: ¿Qué cosa quisiera yo que no existiera en mí delante de Dios? ¿Qué hay en mí que no es digno de El? De este modo el elenco de los pecados no es solamente objetivo, según los diez mandamientos; sino que a partir de ellos reconozco faltas. errores, actitudes tal vez pequeñas pero que
obstaculizan, perturban mi vida, oscurecen mi relación con Dios.
c) Confesión de fe. Finalmente, se termina con una oración intensa que acude a la misericordia divina: «Dios mío, tú que eres omnipotente, borra en mí estos pecados, estos sentimientos de envidia, de venganza, de celos, de ambición, de amargura; perdóname y purifícame por el
ministerio de la Iglesia».