José protegió a María y a Jesús cuando realizaron su recorrido a Egipto para escapar la matanza de bebés varones de Herodes.

María Goretti se negó a ceder ante la posibilidad de que un hombre la agrediera, incluso cuando le costó la vida.

José Sánchez del Río fue brutalmente torturado y asesinado por negarse atrevidamente a renunciar a su fe.

Maximiliano Kolbe audazmente predicó la fe en los medios de comunicación y continuó predicándolo durante su encarcelamiento en Auschwitz, donde sacrificó su vida por la de un compañero interno.

La Madre Teresa vivió con alegría y gozo en la pobreza extrema, mientras cuidaba de los pobres más pobres y los enfermos más enfermos.

Juan Pablo II fue un líder querido, carismático y cautivador que amaba a cada persona que encontraba con el amor de Cristo.

Y éstas son tan solo unas de las anécdotas de las vidas de los cientos de santos canonizados de nuestra Iglesia.

Todos somos llamados a ser santos — a entregar completamente nuestras vidas a Cristo tal como los santos antes de nosotros lo han hecho. Queda claro, entonces, que debemos considerar a los santos canonizados como ejemplos y modelos a seguir. Pero ¿cómo se supone que debemos ser santos cuando aquellos que nos han precedido han hecho cosas tan extraordinarias?

Cuando la Santidad parece imposible

Escuchar estas historias pueden hacer parecer que la Santidad sea completamente inalcanzable. Siempre he escuchado y creído la verdad de que estoy llamada a la Santidad, así que quiero imitar la vida de los santos, pero la mayoría de las veces ello parece algo increíblemente irreal.

Mi realidad es luchar por levantarme a tiempo, recordar los cumpleaños de mis padres y llenar el tanque de gasolina antes de que se encienda la luz. ¿Cómo puedo esperar vivir una vida de pobreza radical, sacrificar mi vida por otra o iniciar una nueva orden religiosa cuando muy apenas puedo hacer palomitas de microondas sin quemarlas? La desesperación de preguntas como éstas que se encontraban en lo más profundo de mi experiencia, hicieron que se sintieran muy reales para mí no hace mucho tiempo. Escuchaba las historias magníficas de los santos, leía continuamente sus poemas sobre Dios, me sentía inspirada y asombrada, pero pensaba “esa no soy yo, mi vida es demasiado aburrida para la Santidad”.

Viendo más allá de los momentos culminantes

Pero luego pensé en mi cuenta de Instagram. Y la de Twitter. Y la de Snapchat. Constantemente publico en estos medios de comunicación sobre los momentos culminantes de mi vida — fotos mías con mis mejores amigos en nuestro último viaje en carretera, videos de los conciertos a los que he asistido y las reflexiones únicas que llevo dentro de mi cerebro y creo que valen la pena compartir.

No publico fotos del cereal que desayuné en la mañana, no hago transmisión en vivo de mi rutina matutina y no comparteo un tweet cada vez que me lavo los dientes. Estos momentos ordinarios de mi vida simplemente no valen la pena compartir. Eso no significa que no formen parte de mi vida y de quien soy, solamente no son los momentos importantes que el resto del mundo necesite ver. Los sucesos ordinarios de mi vida pueden parecer “meh”, pero ciertamente importan —la manera en la que decido vivir esos momentos ordinarios es igual de importante en mi vida que la manera en la que decido vivir los momentos extraordinarios.

Pienso que, de la misma manera, solamente vemos los sucesos importantes que los santos vivieron en el transcurso de sus vidas porque los momentos más mundanos de sus vidas no son en los que se enfoca la historia. Solamente escuchamos las historias más magníficas de sus vidas porque esos son los momentos culminantes que destacan — eso no significa que no vivieron como nosotros esos momentos ordinarios, esos días y estaciones en los que no ocurrió algo especial.

La Santidad es radical pero no siempre parece ser radical

Los santos vivieron momentos increíbles, heroicos y casi imposibles de creer porque su amor por Cristo fue tan radical como en esos momentos no tan increíbles de sus vidas. Fueron capaces de rendirse a tan increíbles pruebas, circunstancias y lograr tales hazañas porque lograron amar a Dios a través de los momentos más básicos — mantuvieron su mirada en Dios mientras vivían día a día y eso les permitió mantener su mirada en Él cuando se les presentaron las mayores pruebas de su vida.

Esto significa que oraron cuando su vida era aburrida. Ellos buscaron la cara de Cristo cuando la gente a su alrededor era irritante. Continuaron en su búsqueda de Dios, aunque pareciera que era más fácil abandonarlo a Él y a la vida que los llamó. Añadiendo que, encontraron alegría en esos momentos ordinarios — incluso cuando la vida pareciera “meh”, los santos, conscientes de su identidad en Dios y Su amor por ellos, tenían en cuenta que siempre hay una razón por la cual alegrarse.

Nuestra vida no debe parecer radical para que sea radical

Muy probablemente no nos encontremos en las situaciones increíbles en las que muchos santos se encontraban, pero eso no significa que nuestro amor a Dios no sea igual de completo como el de ellos. Es algo radical el saber y conocer a Dios en cada momento de nuestras vidas. Todos somos llamados a sentir el amor radical que vivieron los santos todo el tiempo — los “dignos de compartir” y los que no son tan emocionantes.

Esto se puede llevar a cabo al ser persistentes en nuestra relación con Él — buscarlo por medio de la oración y en los sacramentos, incluso cuando uno no se sienta algo extraordinario, placentero o emocionante. Cuando somos capaces de escoger a Dios, aunque parezca que no es lo más emocionante es cuando le demostramos cuán profundamente lo amamos.

No necesitamos circunstancias radicales para amar a Dios en cuestiones radicales como lo hicieron los santos. Mientras nosotros sigamos buscando y reconociendo Su presencia en cada parte de nuestras vidas — desde la más ordinaria a la más extraordinaria — tenemos la opción de encontrarnos con Él en esos momentos y cuando lo realizamos, lo ordinario se vuelve extraordinario.

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